viernes, 15 de agosto de 2014

EL VIAJANTE

EL VIAJANTE


OSCAR ROBLES



Nietszche says
We should admire the traffickers and nomads
Who have that freedom of the mind and soul...
ROBERT PINSKY
An Explanation of America

Leía concentradamente la novela Jadsi-Murat de León Tolstoi cuando sentí sus pasos muy cerca. Yo estaba sentado en una banca del parque y podía leer varios minutos y a ratos contemplar el paisaje de la ciudad sumido en un mar de sol de verano. Me preguntó dónde estaba el Hospital General. Yo no sabía si se refería al flamante hospital Salvador Zubirán o al viejo edificio situado en el populoso Parque Urueta. Me aclaró que era el hospital del gobierno estatal. Parecía que venía de la clínica del Seguro Social de la Ocampo.
Le expliqué con señas que ese hospital estaba cerca de los dos edificios de gobierno que se miraban desde la colina del Parque El Palomar, rumbo al este de la ciudad.
Era moreno, delgado, de rasgos indígenas y hablaba en un español que se comía algunas sílabas y con un acento que no era de esta región. Luego, me preguntó por los autobuses que van a Ciudad Juárez y le informé gentilmente que tenía que ir a la Central que se ubica en el sur  y le indiqué otra vez con señas que ese lugar estaba justo detrás del Cerro de Santa Rosa:
―Ése es el cerro. Necesita tomar el camión Circunvalación 1, ruta sur, en la Avenida Niños Héroes, ahí, mire ―y le apunté hacia el viejo edificio del primer Centro Comercial Soriana de la ciudad.
―Quiero ver si sabe dónde está este lugar donde vive mi hermana ―me dijo y sacó un papel con las direcciones de un lugar que tiene sucursales en otras ciudades de México. Era como un albergue para indigentes, inmigrantes y viajeros.
―La verdad no sé, pero allá en Juárez puede preguntar ―le sugerí.
El pequeño papel describía las localizaciones y números telefónicos de algunas misiones donde se alberga a las personas que no tienen un hogar fijo.
Andaba vendiendo perfumes y lociones de marcas estadounidenses. Su español era entrecortado, un tanto afectado por otra lengua, tal vez su idioma materno. Por momentos pensé que era un indio yaqui, puesto que me dijo al principio que venía procedente de Hermosillo, Sonora, pero su rostro adelgazado no era propio de los indígenas del norte. Sin embargo, me aclaró que esa ciudad del noroeste de México sólo era una ruta más para vender sus productos:
―Vendo todo tipo de productos, por encargo y con comisiones por mi trabajo ―me informó―. Ahora vendo perfumes.
         Ya llevaba varios años de vendedor ambulante, viajando por diferentes ciudades mexicanas. Me dijo que quería sacar la credencial para los camiones urbanos de la ciudad, entonces pensé por un momento que vivía aquí y que no me decía la verdad completa y su rostro era un poco misterioso y huraño. Siempre rehuía mi mirada. Luego, me ofreció sus productos y le aconsejé que mejor bajara al Centro Histórico para trabajar con su mercancía. La guardaba en una pequeña maleta negra de cuero o de un material similar que escondía debajo de la axila.
―Ahora se puede caminar muy bien por el zocalito nuevo y puede encontrar a mucha gente ―le comenté.
Me paré de mi asiento y le apunté con la mano derecha dónde estaba justamente la zona que debía cubrir y el sol me cegó de pronto y los rayos estaban muy fuertes, pues era como la una de la tarde y el calor era sofocante por las recientes lluvias de verano.
―Mire, allá va a encontrar a cientos de personas caminando por las calles ―recalqué y entonces mi mano señaló el Museo Semilla hacia el oeste y luego se desplazó hasta los edificios Héroes de la Reforma y Héroes de la Revolución hacia el este y después apuntó hacia la Avenida Niños Héroes, justo debajo de El Palomar. Finalmente, le pregunté al anónimo caminante:
― ¿Ve aquella iglesia lejana, cerca de aquel cerro grande? ―me contestó que sí rápidamente―. Pues es el Sagrado Corazón de Jesús. Hasta por allá puede encontrar muchos clientes. Eso que ve aquí cerca es todo el Centro Histórico de Chihuahua ―y extendí la mano de oeste a este.
         Me agradeció con una sonrisa blanquecina y miré sus ojos negros un poco rasgados, diferentes a los indígenas de esta región, sus ojos colmados por relámpagos de luz.
― ¿Entonces es usted de Sonora? ―le inquirí.
―Soy de Centroamérica ―me dijo como ocultando algo.
― ¿De qué país exactamente?
―Cerca de Costa Rica. . . pero soy más bien de Curazao.
―Ah, entonces usted es de la isla ―afirmé y él asintió con la cabeza.
Me agradeció las orientaciones y caminó rumbo a la Avenida Independencia con su juventud a cuestas, con decisión, con la ligereza de alguien que viaja siempre. Se dirigía al hospital para recoger un papel, me había dicho antes, pero no me había dicho cuál, pues había guardado un poco de discreción. Entonces, comencé a dudar de su información, como muchos dudan de las personas desconocidas, de los anónimos viandantes que transitan por las calles de México en estos difíciles y duros tiempos.
Caminó hacia las gigantescas y hermosas esculturas de metal de las palomas y lo miré de lejos con su maletita en el brazo, su juventud a cuestas, su aire libre de viajero, su vida de aventura, su esbelta vida de inmigrante: Su trabajo de viajante.


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