LOS TARAHUMARAS DE CHIHUAHUA: MEXICANOS
DE RAÍZ PROFUNDA
ÓSCAR ROBLES
1
Un hombre de lentes y gorra de beisbol paga cinco pesos
por un mazapán grande a una niña de vestido colorido. Morena, tierna y
tarahumara, tendrá cinco o seis años. Trabaja la pequeña en el crucero de las
avenidas Politécnico Nacional y de la Juventud, como tantas mujeres adultas y
niñas de esta ancestral etnia mexicana de Chihuahua. Los tarahumaras laboran
arduamente en la capital del Estado en el comercio ambulante.
El dulce y terroso mazapán está envuelto en un
transparente y fino celofán con la tradicional rosa de color rosa como moño de
regalo. El mazapán es un dulce muy popular en estas tierras y muy sabroso por
su masa de cacahuate y sus intensos azucares.
La pequeña rarámuri, avecilla ligera, recorre la acera
mirando a los conductores de carro mientras el viento arrecia. Trae en sus
manecillas la caja blanca con los tesoros del paladar y la tapa amarilla en la
base. Los mazapanes aguardan en el árbol para ser cortados como frutos.
2
Dos niños hablan rarámuri
entre sí y la niña carga en su regazo otra caja de mazapanes. Están sentados
plácidamente junto al muro de concreto de la Avenida de la Juventud, en el
cruce con la Politécnico Nacional. La niña ofrece la caja repleta de mazapanes
a los transeúntes que van a cruzar la inmensa avenida. En tanto, el niño de
seis o siete años de edad mira a la gente con su cara sucia y morena, con sus
ojos de gracia infantil, ojos negros de dulce corazoncillo.
La niña permanece acurrucada sobre el duro cerco como paloma
e inclina la cabeza. Tendrá ocho o nueve años de edad. Descansan en el lado sur
de la Avenida la Juventud. Alguien les habla en español y no contestan, pero la
niña levanta la caja blanca de mazapanes redondos con la rosa con hojitas plasmada
en el celofán.
Se ven como nuevos en la tradicional vendimia citadina,
como recién venidos de la Sierra Tarahumara, ese vientre materno lleno de
bosques, cañones, ríos y cascadas, ese vientre de donde vienen todos ellos. Los
dos pequeños parecen neófitos en el dulce arte de vender dulces con su silencio
moreno y su civilizado comercio del alimento, entre el duro cemento y el oscuro
pavimento.
El trabajo
es duro para estos niños indígenas, pero es la escuela de su vida, la escuela
de la sobrevivencia, la escuela de trabajo. Desde muy pequeños, sus padres los
ensenan en las calles de la ciudad capital.
3
A lo lejos, dos mujeres tarahumaras lucen como flores de
la sierra, con sus vestidos naranja y amarillo, fuego de belleza ardiendo en
sus telas. Caminan en el crucero del Bulevar Ortiz Mena y la Avenida
Politécnico Nacional. Sus elegantes vestidos son fuego puro de belleza pura, lindos
lienzos espontáneos en plena calle, pinturas vivas y de colores muy vivos,
intensamente bañados por el dorado sol de la ciudad norteña.
Una pequeñita rondaba sobre la banqueta, libre y retozona,
esperando a las dos mujeres indígenas, con su vestido rosa, mazapancito dulce.
4
Se
refugian en los cruceros de las calles y avenidas, aguardan los vehículos y les
ofrecen mazapanes y chocolates, les ofrecen una vendimia dulce para los días
amargos de la ciudad amarga; permanecen de pie junto al semáforo bajo el sol
incandescente y voraz o sentados bajo la sombra de un árbol. En los días más
difíciles, piden el “kórima” rarámuri
y comunitario, la ayuda bondadosa entre prójimos bajo la bendición de Dios,
unas monedas para sobrevivir a la pobreza de la ciudad capital.
5
Un puesto de artesanías en pleno Centro Histórico; sobre
la mesa, el delicioso pinole de maíz molido, oro de sabor y alimento, unas
figuras indígenas talladas con troncos de árbol, unos cuadros relieves con
escenas de los nacimientos cristianos con indios rarámuris como personajes,
unas rústicas lagartijas de corteza vegetal, unos collares, hierbas medicinales
en bolsitas de plástico. . . Los comerciantes tarahumaras, emprendedores,
hombres y mujeres en el Pasaje Victoria de la ciudad de Chihuahua.
6
Un hombre
toca a la puerta del flamante negocio de elegantes y finos vestidos de novia.
Se encuentra ubicado en la Avenida Cuauhtémoc, en una casa de dos pisos de
color amarillo claro, terraza arriba y finas tallas de cantera en los dinteles
y las jambas de puertas y ventanas.
Al poco
rato, aparece una mujer en la puerta principal y le dice que el negocio no está
abierto. El rostro moreno luce amable y su sonrisa blanca. Se va caminando con
su vestido tarahumara a seguir con su trabajo en el interior del gran negocio
de vestidos de boda.
7
Bajan por
los parques de la colonia Quintas del Sol, jóvenes y hermosas y limpias, con
sus cabelleras relumbrosas. Es de tarde y parece que ellas han terminado de laborar
como empleadas domésticas de las casas de dicha colonia de clase alta.
Parecen modelos
todas ellas, muchachas sensuales: Sus vestidos de telas de intensos colores palpitan
llenos de vida entre las calles aledañas a los parques. Sus olanes se mueven al
ritmo de su alegre caminata, de sus risas frescas como el agua.
Caminan exhibiendo
con belleza y elegancia sus vestidos tarahumaras, rumbo a la parada de los camiones
en el Bulevar Ortiz Mena. Son las jóvenes mujeres rarámuris con sus rumores de vida
honesta.
8
Un costal con hierbas tendido sobre la acera, una cajita
de dulce y chocolate en sus manos morenas, una canasta de semillas de calabaza
tostadas: La vendimia de la sobrevivencia en las calles del Centro Histórico . .
.
Allá, en el Pasaje Victoria, la anciana abuela con
vestido largo y su diadema de telas y sus hierbanises, laureles y hierbas de la
víbora; acá, en la calle Libertad, las madres tejiendo los vestidos de la
familia y las telas y canastos de palma mientras venden su mercancía dulce;
acullá, en la Plaza de Armas, los niñitos dulces y tiernos como pajarillos. . .
Por todos lados, van los tarahumaras sembrando su civilidad callada en la
ciudad de Chihuahua, su resistencia, su paz, su bonhomía, su auténtica
mexicanidad de raíz profunda.
Trabajan,
aman, sobreviven desde hace siglos.
Varios ya estudian en las universidades y tecnológicos del
Estado de Chihuahua.
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