domingo, 4 de septiembre de 2022

LOS VAQUEROS COMO HÉROES DE LA INFANCIA Por Óscar Robles

Mis primeros héroes del “Western” norteamericano emergieron de las historietas o “comics” de las editoriales Novaro y La Prensa. Leía con frecuencia y coleccionaba “Red Ryder”, el vaquero de facciones toscas, camisa roja y jeans azules; “Gene Autry”, el cantante de la guitarra; “Roy Rogers”, el de los atuendos vistosos y briosos caballos; “El Llanero Solitario”, el misterioso jinete justiciero de traje azul claro y antifaz negro, quien montaba al bello corcel “Plata” y era acompañado por el fiel indio Toro y su caballo “Pinto”; “Hopalong Cassidy”, el de elegante traje y sombrero negros; “El Zorro”, quien representaba el mayor misterio porque toda su vestimenta era negra, vestía antifaz y capa y usaba un látigo. 

La televisión me trajo a mi propia casa series de vaqueros con variados estilos, tramas y ambientes sociales. Mis ojos niños se maravillaban del pequeño “cinito” que llegaba a mi colonia y a mi propio hogar, a finales de la década de los sesenta y a principios de los setenta. Esos televisores me permitieron admirar las hazañas justicieras de los Cartwright de “Bonanza” y de los Cannon de “El Gran Chaparral” / “High Chaparral”, quienes resolvían problemas familiares, económicos, políticos y sociales y dilemas morales. Así, forjé la imagen de dos severos y sabios progenitores, formando a sus respectivos hijos y conduciéndolos por el camino recto y productivo de la vida. Ben Cartwright dirigía a sus hijos Adam, Hoss y Joe en su hacienda de “La Ponderosa” del estado de Nevada. Por su parte, John Cannon orientaba a su único hijo Blue en el rancho “El Gran Chaparral” del sur de Arizona. 

Asimismo, me divertía con las tramas de “Espías con espuelas” / “Wild West”, cuyo vaquero detective Jim West resolvía conflictos en el salvaje oeste con ayuda del astuto e incipiente inventor Artemio Gordon. En “Valle de pasiones” / “Big Valley”, la madre surgía como la lideresa de una rica hacienda californiana. La veterana Barbara Stanwick hacía el papel principal y conducía a sus tres hijos para administrar bien la hacienda. Dos de esos roles eran encarnados por Linda Evans y Lee Majors. En tanto, “La ley del revólver” complementaba las pasiones de mi infancia por los vaqueros de ficción, ya sea de historietas o de televisión. 

Por influencia de las historias de vaqueros estadounidenses, yo me ponía mi funda con pistola de plástico laqueado en color dorado y de cachas vistosas, me colocaba la estrella plateada de sheriff en la camisa y me sentía defensor de la justicia cuando jugaba en el patio de mi casa con mis amigos de la infancia. Le llamábamos “jugar a los bandidos” curiosamente y no a los vaqueros. 

Mi mejor tiempo lúdico lo asumía solo en el mismo patio o corral. De este modo, erigía inmensos ranchos de pura imaginería, justo al pie de una morera gigante donde pululaban gusanos y se amontaban sus frutos oscuros en la tierra. Por ese territorio inventado, cabalgaban El Llanero Solitario en su blanco corcel, Toro en su cuaco pinto y El Zorro en su azabache, todos los cuales eran figuras artesanales de plástico que vendían en las tiendas del centro de la ciudad de Chihuahua. Sin embargo, esos héroes justicieros no ocupaban las historias centrales de mi imaginación y los veía fuera de lugar en mi productivo ranchito imaginario, pues implicaban crimen y violencia y no el verdadero trabajo productivo de la ganadería propia de mi estado norteño de México. 

Así pues, no había forajidos ni bandidos en mis dominios de hacienda ni disparos de pistolas y rifles ni golpes a puñetazos ni alcohol ni cantinas. Yo forjaba mi personalidad y mi rol social en una colonia de la capital de Chihuahua y en el pueblo de mis ancestros y padres: San Andrés, ubicado en el noroeste del estado. En ese tiempo de mis mocedades, yo oía “Cartas del rancho” en Radio Mexicana, en el cual se relataban microhistorias de venta de ganado, atención de enfermos en hospitales de la capital y bodas, de auténtica vida laboral productiva y de eventos sociales normales dentro del marco legal de la nación. Por otro lado, escuchaba el “Huapango” del jalisciense José Pablo Moncayo con cierta frecuencia en el radio de mi casa, el cual se veía como un himno natural y espontáneo al trabajo campesino y al folklore de México. Los acordes impetuosos de dicha pieza clásica me sonaban a caminatas en sembradíos de maíz y frijol y me evocaban cabalgatas tras los becerros y vacas del rancho de mis abuelos maternos. 

Toda esa cultura ranchera neutralizó y desplazó de algún modo la violencia de las armas de fuego de las fascinantes series norteamericanas de vaqueros. En consecuencia, mis juegos de niños me llevaban a la construcción de ranchos y crianza de reses en tiempos de paz y a establecer alianzas con los pocos indios de juguete que habitaban mi patio de fantasías. 

En ese tiempo, los indígenas tarahumaras recorrían mi colonia y acudían a la casa a vender hierbas medicinales y se comportaban de manera muy gentil con sus hermanos mestizos de México. Además, yo había visto en la televisión que El Llanero Solitario cabalgaba con Toro, que Daniel Boone cazaba y pescaba con Mingo y que los vaqueros Cannon y los Cartwright hacían acuerdos pacíficos con los aborígenes de su región. 

Así, mis juegos se orientaron más a la ganadería, a la agricultura y a la construcción de infraestructura de haciendas y ranchos. Entonces, erigí una cabaña de dos pisos con quiotes viejos de la jaula de pericos de mi madre. En esa tranquila finca, habitaba una linda muñequita de plástico que era la esposa del hacendado. Se llamaba don Facundo y vestía chaparreras, cargaba su soga o pita y llevaba sombrero y su entera figura era de plástico azul. Los caminos de terracería se extendían por toda la estancia campirana, desde la sombra de la morera a una lejana colina de arena y cascajo, y rodeaba el inmenso lago donde se navegaba arriba de un inusitado yate de colores y se pescaba en canoa. En cada sesión de juego, los animales de la granja se resguardaban en los corrales de la hacienda —todavía no vendían reses o borregas de plástico en abundancia. En dichos corrales, se encontraban un perro labrador, una vaca pinta lechera, un cerdo pinto, una borrega, una chiva, un asno y un caballo. 

A veces, los vaqueros pescaban en el lago: Un enorme hoyo que se había usado para batir mezcla en alguna ocasión. Esos trabajadores del campo atrapaban pececitos de plástico que venían insertados en una canoa de juguete, cuyo indio navegante se llamaba “Mingo”, en homenaje al personaje mestizo de inglés y cheroqui de la gran serie “Daniel Boone”. Algunas veces, ese indio transitaba con su canoa por un lejano río fabricado con el agua de la manguera que se desparramaba por un canalito de cemento. Nunca pude encontrar a mi buen amigo Daniel Boone, el líder de Boonesborough y gran cazador de la colonización estadounidense, en la popular tienda de juguetes y papelería llamada “La Casa del Barillero” del centro de la ciudad de Chihuahua. 

En suma, mis labores de juegos infantiles se orientaban hacia la ganadería y no había rufianes en mis territorios. Transportaba la única vaca o la borrega a la región de las colinas para que pastaran en las imaginarias praderas. Subía los animales en una troquita roja de plástico y circulaba por el flamante camino de terracería que era sinuoso y largo. Del otro lado del cerco de piedra y alambre, las concretas y vivas gallinas y el curioso gallo me miraban mientras yo vivía mi fantasía de infancia en una supuesta hacienda llamada “La Ponderosa” o “El Gran Chaparral”, como los ranchos que aparecían en las famosas series de vaqueros de la televisión. 

Así jugaba a los vaqueros con monitos de simple plástico moldeado, hechos por el ingenio de los artesanos mexicanos. A veces, aparecían los seis soldados verdes de la serie “Combate”, de manera sorprendente, cuando tenía ganas de jugar a la guerra: El de la bazooka, el de la pistola, el acuclillado que dispara granadas, el del rifle. . . Tiempo después, mi mundo de la infancia fue habitado por un buzo moderno, quien se hundía en el lago de agua dulce entre absurdos corales de plástico y peces de agua salada y hasta se encontraba con charales vivos que yo traía directamente del pueblo de San Andrés en un frasco de vidrio lleno de agua y hierbas de río. Desafortunadamente, nunca vi a los cuatros jinetes de los Cartwright en la mencionada tienda de juguetes del centro de la ciudad de Chihuahua ni a “Big John”, Buck y Blue Cannon y a Manolito, el hermano de Victoria. 

Los juguetes y monitos de aquel lejano tiempo del subdesarrollo mexicano tenían una factura simple y artesanal. Sin embargo, esos sencillos hombres y animales estimularon mi fantasía literaria y me orientaron hacia el trabajo productivo y a la construcción de haciendas imaginarias en tiempos de paz. En ese tiempo, vivía yo con la ilusión de calzar mocasines o ponerme una chamarra cazadora y una gorra de piel de mapache, como el gran Daniel Boone. Ese personaje de la colonización norteamericana lucía muy lejano a la cultura y a la sociedad mexicana de aquel tiempo, que rendía culto a los revolucionarios. Mucho menos podía moldearse en una figura de juguete la fina belleza femenina de Rebecca Bryan de Boone. 

El Llanero Solitario, Toro y El Zorro campearon en mi patio de juegos por algunos años. Después, los filmes completarían mi pasión por los vaqueros y los “Western” de los Estados Unidos. Ya en mi adolescencia y en mi etapa adulta, disfruté cintas como "La diligencia" de John Ford, “El Bueno, el Malo y el Feo” de Sergio Leone y “Los imperdonables” de Clint Eastwood o las películas mexicanas “El Tunco Maclovio”, “Todo por nada” y “Siete muertes para el texano”. 

En suma, fui vaquero de fantasía y ranchero de verdad en el pueblo de mis ancestros, durante mi fértil infancia.

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