LA GRAN SEÑORA
[ESCENA URBANA
DE CHIHUAHUA]
ÓSCAR ROBLES
Pasaba un arbolito, dos, tres o cuatro en bajada, en
simétrico recorrido de norte a sur. Luego, los volvía a recorrer de sur a
norte, en sentido de regreso hacia su base de trabajo, donde se veían un rebozo
y unas cajas de dulce.
Recorría el mismo trayecto varias veces, por el camellón
central, desde el cruce del semáforo hasta su base, bajo el intenso frío de la
tarde de invierno, con el solecito dulce y dorado, que se derramaba como brandy
o whiskey en la calle y calentaba un poco el cuerpo.
Cargaba su
redecilla de plástico verde y dos sujetadores, con mercancía adentro. Caminaba
una y otra vez con paciencia viajera, paciencia de vendedor ambulante de una
ciudad de más de ochocientos sesenta y siete mil habitantes, paciencia de
humano del siglo XXI que vive las mismas crisis económicas, los malos
gobiernos, los mismos irresponsables ciudadanos que no pagan impuestos ni
legalizaciones y destruyen la infraestructura.
Iba hasta
el cruce de las dos grandes avenidas de la gran zona comercial del norte de la
ciudad, cerca del mal llamado Fashion
Mall por esnobismo extranjero y antes bien llamado Plaza del Sol por justa poética visión, y andaba frente al
restaurante Carl’s Jr, al otro lado
de Wendy’s, otro famoso restaurante
de comida rápida, los cuales ofrecen tanto alimento rico y delicioso.
Esperaba
carros y camionetas y ofrecía su breve producto, su dulcecito del día, con su
silencio y su morenía, cómpreme. Y recorría los arbolitos para esperar el otro
ciclo de cansada labor, ándeles, señores conductores, cómprenle la terrosa
dulzura del cacahuate y la almendra, les cuesta cinco pesitos, ayúdela usted el
del carro blanco, usted el de la camioneta roja y usted y usted y usted. . .
Los carros
tomaban por la Avenida de la Juventud, de este a oeste, se iban sin comprar la
mayoría y nada vendió ella en un poco más de una hora de caminatas de bajada y
subida, con sus pies ligeros . . .
Pero ella
volvía a su caminata simétrica de los tres arbolitos del camellón central de la
Avenida Politécnico Nacional, cargando sus más de sesenta años de edad, con su
vestido desgastado de rojo, su pañoleta colorada en la cabeza, para protegerse
del frío, sus huaraches de correa, su ancestral cultura reflejada en su
apariencia y su típico vestido, su tenaz espíritu de sobrevivencia.
Tomaba de
la mano a una niñita colorada de vestidito hermoso, cabello negro, pequeñina,
linda, capullo, dulcecito de la vida, amorcito de Dios, angelito de la guardia,
y recorría con paciencia, sí, con mucha paciencia, el mismo tramo de bajada de
unos cien metros, la gran atleta, la caminadora sublime, incesante, y pasaba uno,
dos, tres, cuatro, cinco o seis vehículos, levantando su mano con una cajita
amarilla, con su vendimia tradicional del día y ambas paseaban sus bellos vestidos de
mural y lienzo.
Y nada,
otra vez, la pobre.
Vendimia
pobre para la pobre, anden marchantitos, no se marchen, cómprenle ese
mazapancito de la bendita compañía de La Rosa con sus terroncitos de maní,
alegren su paladar y su lengua con el dulcecillo mexicano, que su propio
corazón blando, lleno de amor al prójimo, se endulzará suavemente, miren que la
mujer lucha con el frío y trabaja mucho, con sus pesados pies de anciana, sus
años a cuestas y esa inocente niña bendita que trae de la mano y parece una angelita
de Dios. . .
Ella
seguía y seguía y pasaba un arbolito, dos, tres y hasta cuatro y pasaba enfrente
de los vehículos ofreciendo otra vez el redondo dulcecito envuelto en papel
celofán con la bella imagen de la rosa con su tallo y sus hojitas verdes.
Otra mujer
más joven de la misma raza, vestido rosado, se acercaba hasta la portezuela de
los autos, pidiendo el kórima o ayuda
de prójimo, algo tan siquiera, para la estricta sobrevivencia del día, y
caminaba y caminaba en una zona cercana, justo por el lado sur de la Avenida de
La Juventud.
Una joven
madre cargaba a otro capullo de vida en el bello rebozo rojo amarrado a su
espalda, el bebé de La Rosa Roja, el bebé del rojo encarnado, el rebozo que es su
otro enorme corazón rojo, el rojo capullo en la espalda con el niñito breve, y
ella la joven indígena mostraba un documento de plástico azul, tal vez una
receta de medicinas, lo mostraba a todos los conductores de vehículos, justo por el lado
norte de la Avenida de la Juventud.
Y Ella, la
Gran Señora, proseguía su camino del día, su duro camino de la vida, con su
vestido desgastado, su pañoleta encarnada, sus viejos guaraches, con su red de intenso
verde, con sus mazapanes de La Rosa,
con su niña rosita, con su blanco corazón, con su tricolor México a cuestas en
la bajada de la Politécnico Nacional, muy cerca del estacionamiento de S Mart.
Y ya eran
pasadas las cinco de la tarde.
Ándele,
señor, cómprele un mazapancito a la gente buena de Chihuahua.
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