lunes, 10 de julio de 2017

LA GRAN SENORA [ESCENA URBANA DE CHIHUAHUA]

LA GRAN SEÑORA 
[ESCENA URBANA DE CHIHUAHUA]



ÓSCAR ROBLES



          Pasaba un arbolito, dos, tres o cuatro en bajada, en simétrico recorrido de norte a sur. Luego, los volvía a recorrer de sur a norte, en sentido de regreso hacia su base de trabajo, donde se veían un rebozo y unas cajas de dulce.
Recorría el mismo trayecto varias veces, por el camellón central, desde el cruce del semáforo hasta su base, bajo el intenso frío de la tarde de invierno, con el solecito dulce y dorado, que se derramaba como brandy o whiskey en la calle y calentaba un poco el cuerpo.
          Cargaba su redecilla de plástico verde y dos sujetadores, con mercancía adentro. Caminaba una y otra vez con paciencia viajera, paciencia de vendedor ambulante de una ciudad de más de ochocientos sesenta y siete mil habitantes, paciencia de humano del siglo XXI que vive las mismas crisis económicas, los malos gobiernos, los mismos irresponsables ciudadanos que no pagan impuestos ni legalizaciones y destruyen la infraestructura.
        Iba hasta el cruce de las dos grandes avenidas de la gran zona comercial del norte de la ciudad, cerca del mal llamado Fashion Mall por esnobismo extranjero y antes bien llamado Plaza del Sol por justa poética visión, y andaba frente al restaurante Carl’s Jr, al otro lado de Wendy’s, otro famoso restaurante de comida rápida, los cuales ofrecen tanto alimento rico y delicioso.
       Esperaba carros y camionetas y ofrecía su breve producto, su dulcecito del día, con su silencio y su morenía, cómpreme. Y recorría los arbolitos para esperar el otro ciclo de cansada labor, ándeles, señores conductores, cómprenle la terrosa dulzura del cacahuate y la almendra, les cuesta cinco pesitos, ayúdela usted el del carro blanco, usted el de la camioneta roja y usted y usted y usted. . .
        Los carros tomaban por la Avenida de la Juventud, de este a oeste, se iban sin comprar la mayoría y nada vendió ella en un poco más de una hora de caminatas de bajada y subida, con sus pies ligeros . . . 
          Pero ella volvía a su caminata simétrica de los tres arbolitos del camellón central de la Avenida Politécnico Nacional, cargando sus más de sesenta años de edad, con su vestido desgastado de rojo, su pañoleta colorada en la cabeza, para protegerse del frío, sus huaraches de correa, su ancestral cultura reflejada en su apariencia y su típico vestido, su tenaz espíritu de sobrevivencia.
      Tomaba de la mano a una niñita colorada de vestidito hermoso, cabello negro, pequeñina, linda, capullo, dulcecito de la vida, amorcito de Dios, angelito de la guardia, y recorría con paciencia, sí, con mucha paciencia, el mismo tramo de bajada de unos cien metros, la gran atleta, la caminadora sublime, incesante,  y pasaba uno, dos, tres, cuatro, cinco o seis vehículos, levantando su mano con una cajita amarilla, con su vendimia tradicional del día y ambas paseaban sus bellos vestidos de mural y lienzo.
          Y nada, otra vez, la pobre.
          Vendimia pobre para la pobre, anden marchantitos, no se marchen, cómprenle ese mazapancito de la bendita compañía de La Rosa con sus terroncitos de maní, alegren su paladar y su lengua con el dulcecillo mexicano, que su propio corazón blando, lleno de amor al prójimo, se endulzará suavemente, miren que la mujer lucha con el frío y trabaja mucho, con sus pesados pies de anciana, sus años a cuestas y esa inocente niña bendita que trae de la mano y parece una angelita de Dios. . .
          Ella seguía y seguía y pasaba un arbolito, dos, tres y hasta cuatro y pasaba enfrente de los vehículos ofreciendo otra vez el redondo dulcecito envuelto en papel celofán con la bella imagen de la rosa con su tallo y sus hojitas verdes.
          Otra mujer más joven de la misma raza, vestido rosado, se acercaba hasta la portezuela de los autos, pidiendo el kórima o ayuda de prójimo, algo tan siquiera, para la estricta sobrevivencia del día, y caminaba y caminaba en una zona cercana, justo por el lado sur de la Avenida de La Juventud.
          Una joven madre cargaba a otro capullo de vida en el bello rebozo rojo amarrado a su espalda, el bebé de La Rosa Roja, el bebé del rojo encarnado, el rebozo que es su otro enorme corazón rojo, el rojo capullo en la espalda con el niñito breve, y ella la joven indígena mostraba un documento de plástico azul, tal vez una receta de medicinas, lo mostraba a todos los conductores de vehículos, justo por el lado norte de la Avenida de la Juventud.
          Y Ella, la Gran Señora, proseguía su camino del día, su duro camino de la vida, con su vestido desgastado, su pañoleta encarnada, sus viejos guaraches, con su red de intenso verde, con sus mazapanes de La Rosa, con su niña rosita, con su blanco corazón, con su tricolor México a cuestas en la bajada de la Politécnico Nacional, muy cerca del estacionamiento de S Mart.
          Y ya eran pasadas las cinco de la tarde.

          Ándele, señor, cómprele un mazapancito a la gente buena de Chihuahua.

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