LA TIENDITA DE LAS AGUAS FRESCAS Y LAS HISTORIETAS
POR ÓSCAR ROBLES
Ya no resplandecían los coloridos barriles de vidrio
con aguas frescas de fruta, limón, horchata, melón, papaya o piña; ya no se
miraban las revistas deportivas e historietas colgadas en el cordón de ixtle;
no se oía el rugido de la batidora de licuados de Choco Milk; ya no estaban los
dos amables caballeros detrás del pequeño mostrador.
Estaba
la plaza ruidosa, un puesto de gorditas y enchiladas y un nuevo local con letreros
que anunciaban el nombre del pequeño negocio. Se exhibían billetes de la lotería
nacional en una ventanilla de cristal y otros premios por sorteo. Arriba lucían
su papel celofán lustroso y de colores numerosos paquetes de ricas galletas
Emperador; se cristalizaban los dulces de leche como tesoros, lingotes de
cobre.
El estrecho
recinto estaba tapiado por paredes de cristal. Las aguas frescas bullían en
modernos recipientes cúbicos de plástico transparente. Una mujer joven rondaba
adentro, a la espera de clientes.
Ya no
se vendían Arena, Box y Lucha y Balón ni Archie y sus amigos,
ni Red Ryder y Kalimán ni Aquamán o El Llanero Solitario.
Había comida, bebida, billetes de lotería, cigarros, chicles, chocolates. No se
mostraba ya esa antigua y simple “literatura” para niños y jóvenes.
La vi
en un rincón de la tiendita, del lado del puesto de gorditas y enchiladas: era una
vitrina similar a la de antaño, rectangular. Adentro se aquietaban varios
manjares de harinas y azúcar, preciosos y delicados como artesanías, peces
serenos. Por ahí, los “marranitos” de piloncillo; por allá, los “polvorones” de
forma de flor; rojos incendios, blandos y jugosos, se cuajaban de sangre dulce
los míticos “borrachos”, que nos embriagaban con su almíbar demoniaco,
exquisito, elíxir mágico, punzante de dulzor, el cual nos hería lengua y
paladar, pan de nombre original, de intenso sabor como capirotada.
Dulces
panes mexicanos estaban allí, en ese mínimo aparador de cristal, nadando en el
fondo de esa pecera de vidrio. Mi memoria voló a la infancia cuando yo paseaba por
la Plaza Merino de la ciudad de Chihuahua. Mis padres me compraban historietas
nuevas y yo devoraba un pan o una greñuda de coco con un vasote de licuado de
Choco Milk y me sentía como Archie o un supersabio del famoso comic mexicano,
bebiendo malteadas, símbolo de la vida urbana de aquel tiempo de los sesenta y
setenta.
La Refresquería
Martínez fue mi “librería” de niño. Ahí me surtí de mis primeras lecturas de
placer, libres y enteramente hedonistas, con historias trazadas con dibujos coloridos
y diálogos encerrados en globitos. Era yo un niño de primaria en ese tiempo y era
experto en historietas y me leía Roy Rogers, Superman, Batman
y Robin, La Pequeña Lulú, Tarzán, Mickey Mouse, El Pato
Donald, Los cuatro fantásticos, Hopalong Cassidy, Capulina,
El Santo y tantos otros comics o “cuentos”, como les decíamos en la
colonia Campesina.
Esa tiendita
de colores y sabores y sabrosos alimentos y bebidas me brindó amenas crónicas de
futbol, beisbol y lucha libre con sus revistas deportivas; me descubrió interesantes
biografías y hazañas de El Santo, El Solitario, Blue Demon, Mil Máscaras y Rayo
de Jalisco; Miguel “El Gato” Marín, Alberto Quintano, Carlos Reynoso, Enrique
Borja y Vicente Pereda “El Diablo Mayor”; Alfredo “El Zurdo” Ortiz, Ramon
Arano, Antonio Pollorena, Ernesto Córdoba, Sergio “El Kalimán” Robles y muchas
estrellas de las Ligas Mayores de beisbol.
Cada
revista deportiva me hacía sentir como un experto en deportes como Ángel Fernández,
“El Poeta de la Crónica”, Fernando Marcos, José Ramón Fernández y Pedro “El
Mago” Septién. Cada semana leía con pasión Arena Box y Lucha, Lucha
Libre, Futbol, Balón y Beisbol. Así me formé yo como
un incipiente historiador memorioso de los mundiales de futbol soccer con todos
esos documentos de cultura popular y complementaba mis saberes de mozuelo con
el popular álbum de Milo, el cual apareció para promocionar el Mundial de México
70. En ese preciado álbum que todavía guardo en mis archivos, yo coleccionaba estampitas
de El Rey Pelé, Luigi Riva, Franz Beckenbauer “El Kaiser Alemán” y Javier “El
Cabo” Valdivia.
Yo leí,
soñé, crecí, comí ricos panes de dulce, bebí aguas de fruta y licuados de Choco
Milk en esa tiendita del centro, sentado en una tranquila banca de la Plaza Merino.
Vi de
nuevo una vitrina de vidrio en la primavera de 2024 y esos panes
mexicanos artesanales me hicieron viajar en el tiempo, recordar y sentir
nostalgia de aquel Chihuahua provinciano, donde vivían menos de trescientos mil
habitantes, gente sencilla, noble y pacífica.
Dejé
esos tesoros de harina y azúcar y guardé mis recuerdos en el cofre de mi
memoria y en el baúl de mi alma. Fui feliz en esos años de la década de los sesenta
y setenta. Era entonces un niño imaginativo, muy olfativo, visual y auditivo,
dentro de un tiempo en que las sensaciones eran dulces y tiernas y uno podía oler
las flores y sentir el olor a tierra mojada, y no había smog ni ruidos altisonantes
de automotores y estéreos retumbantes. Viajaba uno feliz y comunitario en los
camiones urbanos que te recogían en tu colonia.
La Refresquería
Martínez fue fundada en 1937. Atrás de ese negocio, se ubicaba una tienda
Soriana que vendía ropa. Cerca de allí, por la calle Libertad, se erigía La
Casa del Barillero, la cual abría otro mundo de cultura sencilla para los niños
y jovencitos de hace medio siglo. Ahí encontrábamos educación y juego,
cuadernos y bolígrafos, cajas de colores y juegos de geometría, monitos y
troquitas, canicas y pelotas. Allí dejaban de ser imágenes coloridas de papel El
Llanero Solitario y Plata, Toro y Pinto y El Zorro y su brioso caballo azabache,
para convertirse en figuritas de plástico para juegos de corral y patio en
aquellas casas de adobe y pretil. Lástima que los artesanos mexicanos nunca crearon
monitos de Daniel Boone y Mingo o de Ben, Adam, Hoss y Joe Cartwright.
La Casa
del Barillero ya desapareció y sólo queda la Refresquería Martínez como rico
testimonio de aquel viejo centro de la ciudad de Chihuahua.
Un simple paseo por la Plaza Merino me llevó a un
viaje de nostalgia por mi infancia en pleno siglo veintiuno. En ese viaje, recordé
esos bellos y antiguos “libros” delgados de papel colorido que vendían los dueños
de esa querida tiendita del centro de la capital del Estado Grande. Esos “pergaminos”
de fantasía y testimonio abrían la imaginación de los niños y jovencitos con
sus relatos y nutrían de conocimientos básicos e historia de los deportes. Y las
aguas frescas de fruta, sus licuados de chocolate en polvo y sus ricos panes de
dulce nos llenaron de sabores imaginativos a todos aquellos que vivíamos con ilusión,
paz y escuelas con talentosos maestros.
La Refresquería Martínez pervive en la Plaza Merino
como un testimonio de aquel tiempo de paz y auténtica mexicanidad. Sobrevive
hasta esta tercera década del siglo veintiuno, dentro de un tiempo en que el
capitalismo global fracturó gravemente nuestra identidad nacional y alteró
negativamente cualquier clase de identidad regional y colectiva, para forjar espíritus
altamente individualistas, patrimonialistas y transgresoras de las leyes
mexicanas.
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