SOBREVIVIENTES
Por Óscar Robles
El
hombre —pantalón de luto desgastado, camiseta de marrón oscuro, andar de
cadáver— recorrió varias veces el camellón central de la Carretera Panamericana,
en el cruce con la avenida Arcos. El sol del mediodía caía vertical sobre
asfalto y concreto, sol manso de otoño. La cara lucía enrojecida, quemados
brazos. Su mano derecha hacía un gesto extraño con los dedos: un pocillo, una
cajita, donde cargaba las escasas monedas recolectadas tras su maratón de
kilómetros andados, entre luces rojas que detenían a los vehículos automotores.
Semáforo
en rojo. Se internó en los carriles y pidió limosna cristiana, kórima
tarahumara, compasión humana, clemencia de los invisibles verdugos de la
modernidad capitalista. Nada de monedas en su nuevo recorrido, en su anónimo
peregrinaje, en su hazaña épica.
El
hombre trastabillaba, arrastraba los pies pesados en su devenir de atleta pobre
y hambriento, flaca máquina que repetía su andar sin encontrar los caminos. La
camiseta se inflaba con la suave brisa y sugería un torso esquelético.
Al otro
lado de la Arcos, telas limpiadoras y escobillas de brillantes colores colgaban
de un improvisado cordón atado entre dos postes de la luz ubicados en el mismo
camellón de la Panamericana, cerca del Hombre Pobre de andar de muerto. Dos
hombres más jóvenes y fuertes mostraban su mercancía a los abundantes
conductores, caminando por los carriles de los vehículos que se dirigían al
norte de la ciudad norteña. Ambos ofrecían mercancía que vender, esperanza,
energía física.
Otros
dos hombres mayores, pelo canoso, piel requemada mercaban trabajo y productos, apostados en el camellón de la Arcos, cerca del parque José “Pistolas” Meneses.
Uno traía sombrero de palma de ala ancha y portaba un canasto de mimbre con
asas muy largas. Varias bolsitas de papel estraza descansaban en el fondo, con
su tesoro de semillas de calabaza tostadas con sal. El otro cargaba una botella
de agua y una tela limpiadora de parabrisas. Ambos mantenían sendas mochilas y
botellas de agua y trapos en un poste de la luz mientras operaban en la
vendimia callejera, que se ha convertido en una epidemia en la ciudad de
Chihuahua, tras las dos recesiones económicas y la pandemia del Coronavirus.
Como
los otros tres, el Hombre y los jóvenes, los vendedores mayores andaban y andaban entre carriles y
hablaban de carro en carro, levantando sus aditamentos y productos. Al poco
rato, apareció un hombre flaco y menudito con pantalones de marrón desteñido y
gorra de beisbol de color cenizo. Era un chiclero mayor, moreno, de barbita.
Ofrecía en venta sus clásicos chicles Adams de pastillas duras en una cajita de
cartón.
Ya el
puesto de aguas frescas de fruta no se veía como antes. Dos jóvenes llevaban
vasos de plástico con tapa con agua de naranja, limón, sandía, melón a los
choferes de los vehículos hace algunas semanas. Vestían de camiseta roja. Una
mesita sostenía tres grandes recipientes de cristal en forma de barril, como
los que usaban antes los propietarios de Refresquería Martínez de la Plaza
Merino. La colocaban en el camellón de la Panamericana, al cruce con la avenida
Arcos. ¿Habrán conseguido empleo formal?
El
Pobre Hombre sin mercancía, oscuro y desfalleciente, siguió en su viacrucis
urbano, con escasa fe en los huesos, caminando como un espectro, como un zombi,
como un Cristo en camino a su crucifixión. Cargaba míseras monedas de a peso o
dos, cargaba su alma seca en su cuerpo delgado de cadáver viviente.
Desde
el camión de Riberas de Sacramento, se advertía la presencia de otros
sobrevivientes de la calle: mujeres chiapanecas menuditas, adultos mayores,
limpiavidrios, vendedores de donas, una joven tullida, todos ellos caminantes
de la Panamericana.
Así es
la rutina de todos los días en la zona norte de la ciudad de Chihuahua, la
industriosa, la comercial, la urbanísima, la moderna. Máquinas visibles, seres
invisibles.
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