MADRE TARAHUMARA
ÓSCAR ROBLES
Le compro uno de los dos últimos mazapanes de La Rosa, Carga una caja vacía y un
morral. Un niño la acompaña.
Su rostro
gordo y colorado refleja alta bondad, pura bonhomía, rostro de esas mujeres
santas madres tarahumaras.
Le deseo
parabienes y mejores ventas en el futuro. Me devuelve las monedas de cambio por
la compra del dulce, sin decir palabra. Parece cansada por la larga jornada del
día.
— ¿Cuántas cajas vendió?
— Dos —me contesta con timidez.
— ¿Vende la misma cantidad cada día?
— Sí —y vuelve a su silencio.
Se van madre e hijo, los dos muy contentos por su trabajo
del día, con su diaria vendimia de calle, sus ventas de sencillo dulce envuelto
en fino papel de celofán, un regalo de cacahuate en polvo, blando para el
corazón, golosina simple para calmar el hambre cotidiana.
Se van
felices los dos rarámuris, caminando ambos por esas calles de Dios, cerca de la
majestuosa Catedral de la Santa Cruz. Los veo y los admiro y guardo silencio
como Ella.
Su trabajo es una verdadera y auténtica lección moral
para todos los mexicanos, mestizos e indios, desde hace más de cinco décadas, entre
el siglo XX y el siglo XXI. Ellas y ellos sobreviven a todo tiempo mexicano, a
todo gobierno y sociedad, con crisis y sin crisis económica y/o social. Los
tarahumaras son una gran lección cotidiana para los ambiciosos y criminales,
para los corruptos y viciosos, para los que ejercen todo tipo de violencia para
imponer su absurda voluntad sobre los otros y las otras.
Desde niño, yo los veía en las calles mercando sus
milagrosas hierbas medicinales, ya sea hierbanís, hierba de la víbora, laurel o
manzanilla o su delicioso pinole de maíz molido que se bebe tradicionalmente
con leche, sin azúcar. Desde niño, los he visto y admirado como héroes anónimos
del “México profundo” en las calles de mi colonia y en el centro de la ciudad
de Chihuahua.
En
especial, las madres tarahumaras son heroínas, muy trabajadoras y sencillas. En
el Centro Histórico, se ven los vestidos de ellas en movimiento como coloridos
ramos de flores o lienzos de arte, telas tatuadas con la intensa luz de la
mañana o la dulce luz del sol de la tarde. Sus vestidos son un emblema de
color, arte, trabajo manual, esfuerzo propio de sus hábiles manos tejedoras.
Las madres tarahumaras tejen la elegante y tradicional
ropa de las mujeres de la familia e hilan los dinámicos olanes de mangas y
falda que mueven cuando caminan con gracia sin igual, como bellos personajes
que pudiera haber descrito el zacatecano Ramón López Velarde en un poema a la
patria mexicana. Estas santas madres tejen los vestidos mientras venden sus
hierbas y sus dulces, sentadas plácidamente bajo árboles en la calle Libertad y
en otras arterias citadinas del Centro Histórico de Chihuahua capital.
Desde
aquí, cerca de la Catedral, todavía contemplo el largo vestido de la madre tarahumara
de los sabrosos mazapanes, con su niño siguiéndola de cerca: Un lienzo de
flores desplegado en la dorada tarde del PaseoVictoria.
Cerca de
ahí, en el Parque Encuentro de Culturas, se erige una estatua gigante en
homenaje a la madre tarahumara. Es obra de la escultora. La efigie muestra a
una mujer con pañoleta y clásico vestido rarámuri, caminando hacia el sur de la
ciudad con la frente en alto, con su bebé envuelto en un rebozo atado a su
espalda que luce como un capullo de mariposa, como la matriz de donde surgirá
otro ciudadano chihuahuense y mexicano.
La madre
tarahumara es en verdad un gran orgullo de Chihuahua y de México, madre joven o
madre abuela. Son gente buena y pacífica, que proyecta su propia cultura con
orgullo y gran belleza en las calles de la capital. Su sobrevivencia básica con
la venta de mazapanes o chocolates o hierbas es una verdadera hazaña moral en estos
tiempos de aguda crisis económica y crimen y violencia y en otros tiempos
pasados de subdesarrollo y autoritarismo político.
¡Dios
bendiga a estas buenas madres tarahumaras de la resistencia y la sobrevivencia
diaria!
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